En un editorial que escribió en enero para el New York Times, el Vice Presidente estadounidense Joe Biden solicitó mil millones de dólares de ayuda para América Central con el propósito de abordar las crises de la migración y de los derechos humanos, nombrando a Colombia como un ejemplo exitoso de la intervención estadounidense en América Latina. Desde entonces se han dado a conocer más detalles de la propuesta del Departamento del Estado para el Triángulo del Norte, y pareciera que los programas de desarrollo social y económico representarán el 80 por ciento de los fondos pedidos – una perfecta versión a la inversa de la ayuda antinarcóticos y contrainsurgencia que fue aprobada hace 15 años como parte del Plan Colombia. Aunque la reducción de la proporción del presupuesto que representa la ayuda militar es un paso positivo, la propuesta del Departamento del Estado mantendrá los fondos de carácter militar o de seguridad en sus niveles actuales para América Central, que se suman al otro presupuesto de ayuda militar extranjero que maneja el Departamento de Defensa.
Existe también un discurso preocupante alrededor de la “promoción del comercio” y el desarrollo
económico que quiere decir las mismas políticas del consenso de Washington que
son el comercio libre, la privatización y la inversión extranjera. La complicada realidad actual de Colombia, un resultado parcial del Plan Colombia y sus
programas sucesores y de un Tratado de Libre Comercio (TLC) con los EE.UU implementado en el 2012, demuestra que tirar más dinero a la basura en las problemáticas interrelacionados del crimen organizado, la
violencia y el desplazamiento forzado – en lugar de abordar cómo esas mismas
políticas empujan esos fenómenos – no resuelve las crises de los derechos humanos en América Latina.
La
intervención estadounidense en Colombia ha sido cara, costándole a los
contribuyentes estadounidenses más de U$9 mil millones desde el 2000, sin
mencionar el enorme costo humano de la militarización del campo colombiano. De
los siete millones de víctimas del conflicto armado que se han registrado desde 1954, 5,9 millones de las victimizaciones han ocurrido desde el 2000, momento en el que los fondos
estadounidenses comenzaron apoyar a las fuerzas públicas colombianas, algunas de las cuales ya
eran conocidas por su colaboración con los brutales paramilitares. Oficialmente
los paramilitares se desmovilizaron en el 2005, pero muchos simplemente se
integraron a diversas estructuras criminales que el estado colombiano ahora
llama BACRIM, o bandas criminales. Las BACRIM funcionan como armas contratadas involucradas en el narcotráfico, la
minería ilegal, la extorción, el trato humano, y la prestación
de servicios de seguridad privada para ricos latifundistas y empresarios junto
con empresas multinacionales.
Ahora las
BACRIM son la amenaza más grande a la seguridad ciudadana y llevan a
cabo amenazas, desapariciones forzadas y
asesinatos en contra de los miembros de los movimientos sociales colombianos.
En enero fueron responsables por la onda de amenazas contra varios periodistas y
defensores de derechos humanos colombianos, además del aumento de amenazas
contra más de 150 defensores de derechos humanos, activistas y políticos en el
2014 conocido como Septiembre Negro. La fracturación y reclasificación
de los paramilitares como BACRIM permite que sus actividades sean ilustradas como parte de un “clima de ilegalidad” que justifica la intervención y el apoyo estadounidense al estado colombiano – como si ambos estados no hubieran ya promocionado tácitamente la creación de estos grupos en primer lugar por medio
del apoyo financiero a unidades corruptas de las fuerzas públicas y las políticas
económicas neoliberales que diezmaron las oportunidades económicas fuera de los
sectores informales o ilegales.
Con seis millones de personas, la población internamente
desplazada de Colombia es la segunda mayor en el mundo. Algunas son personas de
zonas rurales sacadas de sus tierras por la militarización y las aspersiones de áreas con herbicidas que pretenden erradicar cultivos de coca, financiadas por el
Plan Colombia. En otros casos, poderosos proyectos de monocultivos de palma y banano han colaborado con los actores legales e
ilegales para despojar a las comunidades de sus tierras. Otros ejemplos de esta
clase del desarrollo incluyen la producción de la caña de azúcar para etanol que casi reemplaza a la
agricultura en el suroccidente de Colombia, mientras la floricultura promocionada por USAID ha devastado
la soberanía alimentaria en la sabana alrededor del capital, Bogotá.
A la vez
que el estado estadounidense ha impulsado aquellas industrias en Colombia, ha
protegido intereses empresariales estadounidenses a través del privilegio de las
exportaciones estadounidenses de maíz, etanol y otros productos agrícolas a Colombia bajo el
TLC. En los tres años desde que el TLC fue implementado, las exportaciones
estadounidenses a Colombia han subido vertiginosamente y Colombia ha visto su superávit comercial de $8,7 mil millones evaporarse y
convertirse en un déficit de $2 mil millones. Sin la capacidad de competir con
la inundación de las importaciones subsidiadas de los EE.UU, los productores y productoras de pequeña escala han sido expulsados del mercado, lo cual
inspiró miles de colombianos y colombianas salir a las calles en protesta por el TLC y las políticas relacionadas del 2013 y el 2014.
El desplazamiento
violento, la proliferación del paramilitarismo a través de las
BACRIM, una de las
tasas de corrupción más alta en América Latina, la impunidad
para las violaciones de los derechos humanos y una de las brechas más amplias en el mundo entre ricos y pobres continúan afligiendo a Colombia como problemas que los programas
sucesores del Plan Colombia y el TLC no lograron solucionar, o incluso exacerbaron. Es
poco probable que la implementación de la misma estrategia en América Central –
que ya está lidiando con altas tasas de violencia y crimen además de su propio
TLC con EE.UU, DR-CAFTA – produzca mejores resultados. Si el gobierno de
Obama quisiera hacer un plan serio para América Central, debería presionar al
Congreso de EE.UU para que financie políticas que abarquen las causas verdaderas
del crimen organizado y la migración forzada, como la demanda estadounidense
de drogas y los dañiños TLCs que privilegian a las empresas grandes y a las
élites a costa de las económicas locales y de las comunidades.
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